“Para todo mal, mezcal; para todo bien, también; y si no hay remedio, nos tomamos litro y medio” Es una de las famosas frases que se dicen en México para encontrar el buen pretexto de probar aquél destilado de agave que tanto amamos en este país. Y es que hablar de mezcal es contarte una historia de amor”, es ver como una planta que ha llegado a su madurez no muere y se transforma en una bebida “espirituosa”. Es transcender a nuevos aromas, sabores y sensaciones que te recuerdan o te hacen vivir un México prehispánico, un lugar de historias, de magia y leyendas, y que detrás de ese pequeño trago que paladeas hay un trabajo arduo de muchos años detrás del agave que debió crecer mínimo 8 años para ser sacrificado. Además de muchos días de trabajo que valorar para las personas que elaboran el mezcal, pues hay hombres bajo el sol buscando y jimando las piñas del agave, algunos silvestres que crecen en lugares caprichosos entre piedras y montañas, para luego llevarlos a la destilería.
También el trabajo de la construcción de un horno hecho a mano en la tierra con mucha paciencia y amor a base de gabazo (bagazo) seco, piedras de río o volcánicas y troncos que arden bajo la tierra donde se colocan las piñas de los agaves seleccionados y cubiertos perfectamente para ser cocidos durante 3 días como si fuera una olla express natural. Luego la creación de esta bebida desde la ruptura de las fibras para obtener el jugo en la tahona, midiendo tiempos de fermentación y momentos de destilación, algunos ya con gas y alambiques, otros aún con leña y ollas de barro. Se escucha fácil, pero vivir esa experiencia es un trabajo único y cansado.
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